jueves, 21 de abril de 2016

Mirame ma

Mirame Ma!

El calor se hace sentir y los chicos, más libres de actividades, buscan formas de refrescarse. A la orilla de ríos, lagos y en piletas de natación, vuelven a verse rostros encendidos, gritos y juegos de agua. Para algunos, una manguera y el permiso de los padres son suficientes.

De cualquier manera, los chicos disfrutan del agua. Como si volviesen a un medio natural, pasan largas horas chapoteando. Al final, aunque morados de frío, siempre piden “un ratito más” frente a la toalla que indica que acabó la diversión.

Un juego preferido es tirarse al agua de diferentes maneras. Desde el borde, corriendo, “palito”, “bomba” o de panza. Una y otra vez, con todas las ganas. Una y otra vez, pensando que la próxima será mejor.

“Mirame, ma; mirame de nuevo. No, no viste. Ahora sí, mirame”.

El juego es lo más serio que ocurre en la vida de los chicos. Por eso lo defienden con pasión, porque presienten que la felicidad está en jugar para siempre.

Jugar los define como niños. Lo eterno, también. Jugando detienen el tiempo, algo que los adultos todavía no consiguen con cremas o cirugías.

Pero volvamos al agua y los chicos. Es indispensable, para que el juego sea completo, sentirse mirados. En lo posible, mirados por los padres.

“¡Páaaa, mirame. Dale, porfa, otra vez! No, no me salió bien, mirá. Ahora sí me va a salir”.

Tal insistencia, comprobable en niños propios y ajenos, aquí y en cualquier lugar del mundo, lleva a pensar sobre qué esperan los chicos cuando piden miradas.

La respuesta es obvia, si recordamos que la mirada de los padres hace existir a los hijos. Una mirada firme los hace nítidos; una débil o desinteresada, borrosos. La ausencia de mirada puede hacerlos desaparecer.

“Mirame, ma”, es más que un grito dentro de un juego de repeticiones. Es un pedido auténtico no sólo de mantenerse a la vista, sino de sentirse sanos y a salvo.

“Mirame, pa”, es además un recurso habitual para pedir ser diferenciado entre los hermanos. “Mirame a mí, no tanto a él”, dicen con o sin palabras.

La natural rivalidad fraterna, principal escuela en la que se aprende a vincularse con otros, se manifiesta aun en el recuento de miradas que reciben.

Los que no saben hablar usan otros recursos. Son frecuentes los berrinches y caprichos con los que desconciertan al más atento. El enigma es: ¿malcriados o desatendidos?

La etapa de los “¿por qué?” (2 a 4 años) demuestra el sutil reclamo de atención, al simular no comprender las respuestas, con lo que el pedido se prolonga hasta el infinito.

Otros “usan” los accidentes. Ningún chico tropieza, se lastima o se quema con sopa como cuando no se siente mirado. Las lesiones corporales son mapas de que ellos perciben –con o sin razón– desinterés o abandono.

Algunos niños –aun los muy cuidados y protegidos– sienten falta de mirada singular o trato que los distinga. Esto puede generar síntomas, usualmente relacionados con sus ritmos biológicos. Cambios en la alimentación o en el sueño son los más frecuentes.

En situaciones familiares más complejas, pueden originarse trastornos más severos, que afectan la atención o causan ansiedad, hiperactividad, fallos en la socialización e incluso fracaso escolar. 

En no pocos casos, la recuperación de miradas suele revertir el problema.

Podemos mirar a los chicos con los ojos. O con gestos. También, nombrándolos con preferencia, destacando lo que nos gusta de ellos. Eligiéndolos entre todos para compartir algo que sólo con ellos podrá ocurrir.

Podemos mirarlos mejor cuando postergamos nuestra agenda, reubicándolos primero. Así se sentirán indispensables, sanos y a salvo.

Para que, más allá de rutinas familiares, se sientan ahijados por el genuino y consistente afecto que los hace existir.

Edición Impresa

El texto original de este artículo fue publicado el 07/12/2014 en diario La Voz del interior edición impresa.

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